El monasterio de Santa Catalina
En pleno centro de la ciudad de Arequipa se encuentra el Monasterio de Santa Catalina, uno de los complejos religiosos más importantes del Perú. Sus estrechas y coloridas calles atraen a numerosos turistas cada año, que quedan prendados por la arquitectura y los relatos maravillosos que guarda tras sus muros.
Un antiguo convento de clausura abierto al público
No es ningún secreto decir que pasear por el centro de la ciudad de Arequipa es una delicia. La segunda ciudad más poblada del Perú es -desde el año 2000- parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad.
La ‘ciudad blanca’ está repleta de construcciones monumentales de origen colonial perfectamente conservadas, dignas de visitar en una y mil ocasiones. Y sin duda, el Monasterio de Monjas Privado de la Orden de Santa Catalina de Siena es una de ellas.
Con una superficie de aproximadamente 20.000 metros cuadrados, está erigido sobre cuatro solares propiedad de la Alcaldía de Arequipa. Tan solo unas pocas cuadras lo separan de la Plaza de Armas. Su interior está formado por numerosas calles estrechas y sus celdas de colores vivos (azul, rojo y amarillo) tienen la apariencia de pequeñas cajas.
El vasto edificio fue reconstruido en diversas ocasiones debido a la actividad tectónica de la región. Su singularidad reside en la apasionante fusión de elementos de la arquitectura colonial española y la nativa.
El convento fue fundado el 10 de septiembre de 1579. Aunque contó con el apoyo del Virrey Francisco Toledo, no se podría haber materializado sin la contribución de doña María de Guzmán. En tanto que hija de un conquistador español, joven arequipeña contaba con un extenso patrimonio.
Los convencionalismos sociales de la época presionaban a la maternidad como única forma de vida de las mujeres. La susodicha no tuvo descendencia, así que decidió recluirse en un convento, aún en plena construcción. Como parte de su compromiso, cedió todos los bienes que disponía a la orden que la gestionaba. El 2 de octubre de 1580, doña María de Guzmán tomó los hábitos y fue nombrada la primera priora.
El Monasterio de Santa Catalina funcionó como centro de clausura hasta 1970, durante casi 400 años. Sus muros fueron cobijaron a centenares e incluso miles de novicias. Su importancia es de tal magnitud que se ha llegado a contabilizar más de 300 mujeres habitándolo simultáneamente a finales del siglo XVII.
Una pequeña ciudad tras los muros
El convento está bordeado con un sólido muro de sillar de una altura mayor a los 4 metros. El acceso tiene lugar por la Portada, una imponente puerta cuya sobriedad y sencillez contrasta con lo que oculta detrás; está adornada con Santa Catalina, su patrocinadora. Detrás, la prolífica ciudadela.
La vistosidad de sus calles invita a caminar. Todas reciben nombres de ciudades españolas: Málaga, Córdova, Toledo, Sevilla, Burgos, Granada… Curiosamente, estos nombres no le fueron asignados durante el periodo colonial, sino ya bien entrado el siglo XX, en el año 1941.
La primera edificación que aparece es el antiguo locutorio. Un avezado guía cuenta que se trataba del único lugar donde las monjas podrían contactar con el exterior. Sus dobles ventanas cuentan con compartimentos diminutos; apenas podría entrar ni una mano infantil por ahí.
El propósito era evitar todo contacto físico con visitantes. No conformes con eso, una monja superiora -la conocida como “escucha”- permanecía vigilante ante las conversaciones y revisaba los paquetes que se entregaban. Verdaderamente, el Monasterio contaba con rígidas normas.
A continuación, el locutorio general pone en relieve la jerarquía dentro del convento. El espacio es visiblemente más amplio, siendo utilizado por las Madres del Conejo para regir y gobernar el Monasterio. Afuera se ubica el patio ‘El Silencio’, cuyo nombre da pistas sobre su antiguo uso: leer la biblia y rezar el Santo Rosario, sin interactuar.
Tras su ingreso en el convento, las novicias comenzaban un ciclo de formación continuado. Para ello se construyeron varios claustros. Los principales: ‘Noviciado’, ‘Los Naranjos’ y el ‘Claustro Mayor’. En el primero, se puede disfrutar de un sinfín de pinturas que servían para instruir a las nuevas religiosas. Hay otro que, construido en el año 1738, recibe el nombre por la presencia de este árbol frutal; las tres enormes cruces que lo coronan representan la Pasión de Cristo en Viernes Santo.
Por su parte, el más grande y principal, fue construido entre 1715 y 1723; cuenta con 5 confesionarios y un total de 32 cuadros, 23 acerca de la vida de la virgen María y los restantes 9 sobre la de Jesús. La presencia de todas estas figuras pictóricas en los espacios formativos tiene una explicación.
En la época, muchas de las mujeres que tomaban los hábitos apenas habían acudido a la escuela. Sus conocimientos en lectoescritura eran mínimos, por lo que optaron por esta alternativa.
No son, ni mucho menos, los únicos rincones donde se pueden disfrutar de maravillas escénicas. Otro es la ‘Sala De Profundis’. Antiguamente, servía como sala funeraria, donde las monjas podrían velar a sus compañeras fallecidas; la instalación aún cuenta con dos porta-cadáveres que se usaban en los funerales.
Alrededor, toda una expresión de gracia en pintura. Hasta 13 cuadros de religiosas, las cuales fueron representadas después de su muerte. Todas ellas, por tanto, tienen los ojos cerrados. ¿Todas? ¡Hay una excepción! Se trata de sor Juana de San José Arias, una novicia de origen humilde.
Las crónicas que cuentan un día, se encontró su cuerpo sin vida en una peculiar posición: estaba con los ojos abiertos, manteniendo el breviario entre sus manos. Las religiosas interpretaron que sor Juana había perecido en estado de éxtasis, inmortalizándola en un cuadro.
Dada sus funciones como centro de clausura, el Monasterio de Santa Catalina cuenta con todo tipo de espacios dispuestos para albergar tareas cotidianas.
Hay una lavandería, con tinajas de barro para lavar la ropa; una cocina, cuya cúpula delata que fue proyectada para ser capilla; la Plaza Zocodober, que servía de mercado de intercambios de hilos y telas; un Dormito Común, reconvertido en una enorme pinacoteca con más de 100 cuadros de la escuela cusqueña; y, por supuesto, una iglesia, elevada en 1660 y reconstruida en varias ocasiones.
Este templo tuvo el honor de ser la sede donde se ejecutaban las creaciones corales. Al son de un gran órgano europeo, el orfeón se dividía en el Alto y Bajo Coro. En el primero participaban las religiosas de ‘velo blanco’ y las ‘donadas’; para el otro, aquellas de ‘velo negro’.
La diferencia entre cada una correspondía al momento de su ingreso como novicias: las de ‘velo negro’ entregaban la dote completa, dedicándose fundamente a la oración; las de ‘velo blanco’, daban media dote y además de la oración, aportaban su trabajo manual; las ‘donadas’, por supuesta, carecían de aporte económico, dedicándose a las tareas domésticas como medio de entrega y expresión de humildad.
La historia de Ana de los Ángeles Monteagudo
Como todo buen rincón de este país, el Monasterio de Santa Catalina cuenta con historias mágicas. Las voces más ancianas del lugar son quienes mantienen vivos estos relatos. La más trascendental es la de la religiosa Ana de los Ángeles Monteagudo.
Ana fue una joven entregada con tres años a la orden con el propósito de formarla. A la tierna edad de 10 u 11 años, sus padres acudieron para sacarla con la idea de casarla. Sin embargo, algo se iba a interponer en el camino deseado por sus progenitores. Una noche, ya en la casa familiar, la muchacha tuvo una visión. En ella, la mismísima Santa Catalina de Siena le mostraba algo: el hábito de las monjas dominicas de clausura.
A pesar de no contar con el beneplácito de sus padres, la joven Ana regresó decidida al convento. Su familia no podía creerlo; el hermano había pagado ya la dote para su boda. Allá, recibió los votos de profesión, completando su nombre mediante la adopción del nombre “de los Ángeles”. Su recorrido como sierva del señor fue impoluto, llegando a priora a finales del año 1648.
La protagonista de esta historia tenía un don. Su trato con las Almas del Purgatorio, le permitía predecir los pasos al más allá. Así, predijo la muerte de multitud de personalidades y de religiosos. En total, sus profecías ascendieron hasta 68, todas ellas cumplidas. Espeluznante.
Tras una intensa vida, Ana de los Ángeles Monteagudo falleció el 10 de enero de 1686. Sus coetáneos religiosos, deslumbrados por la gracia con que contaba la priora, comenzaron su proceso de beatificación apenas certificaron su muerte. Sin embargo, como dicen que las cosas de palacio van despacio, su proceso no culminó hasta 1985. ¡299 años después de su deceso!
Como dato curioso, su leyenda dice que al fallecer no hizo falta embalsamar su cuerpo, pues incluso entonces despedía un agradable olor.
La visita al Monasterio
Si usted se encuentra por Arequipa, no debe dudar ni un instante en acudir a esta maravilla. No importa el día, el Monasterio de Santa Catalina abre sus puertas todos los días.
Sí que varía en su horario: en temporada alta (de mayo a diciembre), abre sus puertas de 8 de la mañana a 5 de la tarde; el resto del año (de enero a abril), abre una hora más tarde. Los martes y jueves además cuenta con visitas nocturnas hasta las 8 de la noche, algo muy recomendable para ver la ciudadela iluminada.
Por supuesto, hay una amplia oferta de visitas guiadas, no solo en español y en inglés. Los hablantes de portugués, francés, alemán, italiano e incluso japonés están de enhorabuena. El Monasterio de Santa Catalina tiene tantos rincones que su visita se suele alargar por unas 3 horas. Y merecen la pena cada una de ellas.
Por cierto, si lo visitan no olviden subirse al mirador que han habilitado para que los turistas contemplen la belleza del complejo arquitectónico. Desde luego, un lugar inmejorable para contemplar el majestuoso volcán Chachani.